Hacía tanto tiempo que no escribía un cuento que casi había olvidado la técnica. Pero no se olvida el corazón, ni el amor. Así que tomó su ordenador último modelo y comenzó a teclear lo primero que le venía a la mente, no por desinterés sino porque buscaba ser auténtico, como siempre, y que la inspiración se lo llevara hacia la profundidad del mar de sus sentimientos... lentamente, como durmiéndose y, a la vez, acercándose a la historia aquella que, en realidad no era un cuento radial para el Día del Padre, recién pedido, sino una historia de verdad, de aquellas que se viven, se sienten, se sufren, de las que no se olvidan. ...Y así, en medio de la oficina con vista a la ciudad ajetreada antes del feriado largo y del desabastecimiento anunciado, fue acercándose a la puerta de su casa antigua, evocando a su familia y, en particular, a su papá. La historia se hizo presente, poco a poco, como un cuento corto, de esos que se escriben, a veces, para la radio.
...
Estaba de pie, en medio de la cancha de rugby de Pucará. Un viento fresco corría por la cancha y hacía temblar su camiseta roja. Se preparaba para patear a las haches, con esa pelota de cuero que hoy ya no se usa. ...Luego de hacer con el taco de su botín derecho un hueco en la tierra y de colocar en él la pelota ovalada, se irguió, camino hacia atrás algunos pasos y unos más hacia la izquierda, siempre hacia atrás. Respiró hondo y, cuando iba a iniciar la carrera, escuchó una voz conocida que desde atrás del alambrado, le daba unas indicaciones para patear mejor. ...Le había dicho a su padre que no fuera a los entrenamientos. Que bastaba con que fuera a los partidos. Pero el Viejo insistía. Y un poco le molestaba, de puro adolescente. ...Pero aquella vez prefirió darse vuelta y, recordando que se venía el Día del Padre, fue a darle un abrazo rudo de rugbier y un beso de hijo. Sin embargo, no pudo. Detrás suyo no había más que un alambrado vacío, solo. Y la cancha no era ya la de su club de infancia. Pero él mismo estaba allí, con aquella pelota, por cierto nueva... la que había comprado hace poquito a su hijo, para que perfeccionase su patada a los palos. Y su hijo le decía, ahora, impaciente con su catorce años, que pateara de una vez, que le explicara su técnica... que no fuera a ser que pateara peor que él... y se le reía un poquito, como para no ofenderlo.
Volvió a recorrer unos pasos hacia atrás, respiró hondo y la camiseta celeste y blanca que ahora llevaba puesta, la del club de su hijo, se hinchó como bandera al viento. Entonces, emocionado, corrió, pateó, y la pelota pasó por donde debía, entre las haches... silenciosamente, mientras su hijo aplaudía... y otra voz, lejana y amada, cascada por el tiempo y por la casi inalcanzable distancia que la traía del infinito, le felicitaba con orgullo y parquedad, para que no se agrandara y pudiera seguir aprendiendo... a ser un buen jugador, un buen hombre... y un buen padre, como aquel que le daba consejos desde el cielo.
...
Después de escribir aquel cuento, siguió trabajando en sus asuntos empresariales, que nunca le interesaron tanto como las letras, la historia y ser Padre, un buen Padre, como el suyo.
Oscar García Massa
sábado, 14 de junio de 2008
Un regalo para el Día del Padre
Oscar García Massa, padre de Java y, por esos azares del destino, antiguo compañero de quien escribe estas líneas en el glorioso rojo de Burzaco, me envió un cuento de, para y por rugbiers; de, para y por padres. Ojalá los emocione tanto como a mí.
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